Esta entrega forma parte de mi participación en el programa Red de Apoyo Psicológico UCV
Acabo de ver la noticia en la BBC del desalojo de los inmigrantes árabes y africanos de las calles de Calais, Francia. La vi una vez, pero era tan triste que cuando lo volvieron a mencionar tuve que alejarme: un joven árabe lloraba al ver los tractores destrozar su única vivienda, una carpa pequeña en el medio de la acera. Al otro lado de la calle unas mujeres francesas gritaban su rabia a los “ilegales” y explicaban que el desalojo era necesario porque ellos traen "piojos e inseguridad".
El problema es muy complicado y lo que podemos percibir en él no es sino el punto del tímpano con respecto a las olas de desposeídos que en el futuro traerá la desertificación asociada con el calentamiento global. Pero esto es otro tema: por ahora quiero hablar de los mecanismos de la exclusión y los factores que nos impiden emplear nuestra capacidad para la empatía.
Ya hemos visto el resultado de las elecciones en la Unidad Europea donde se ha aflorado entre los ciudadanos el creciente deseo de cerrar fronteras y aislarse de los “diferentes”, y especialmente de los que provienen del continente africano.
Creo que no es justo asumir alguna superioridad moral frente a aquellas francesas enojadas por la “invasión” de su ciudad: en Venezuela hemos discriminado a los chinos, los haitianos, los colombianos y los ecuatorianos a pesar de que la presencia de éstos sea más bien sutil: tienden a vivir alejados en sus barrios, y no nos han molestado con campamentos de carpas en el medio de Sabana Grande. He escuchado insultos hacia los nacionales de estos países en los carritos-por-puesto, y seguramente los lectores de mis reflexiones han sabido de similares humillaciones. El rechazo a lo diferente es parte de la condición humana, y aunque quisiéramos pensar que seamos hospitalarios, abiertos, corteses y amables, por lo general no es así con respecto a los desposeídos y los que no pertenecen a nuestras comunidades conocidas.
Entonces, sin despreciar a las mujeres en Calais, es importante examinar el problema de la exclusión social y la confrontación no-solidaria que ocurre cuando grupos de desigual poder y diferentes costumbres se encuentren cara a cara en los espacios públicos. Lo que nos interesa especialmente es: a) lo altamente estructurado de ciertos eventos y motivaciones individuales y b) el efecto nefasto que ejercen ciertos roles aprendidos sobre individuos considerados “normales” (en el sentido de que no demuestran patologías fundamentales).
Turbas y violencia étnica:
Por un lado la violencia de la exclusión es políticamente útil cuando los gobernantes o los líderes de ciertos partidos políticos quieran movilizar sus seguidores por medio de la rabia: es fácil despertar estos arrebatos que a veces pueden llegar a niveles asombrosos de crueldad, como hemos visto entre las diferentes etnias musulmanas, en Ruanda, en Bosnia y Serbia, y más recién entre los rusos y los nacionales del occidente de Ucrania. De repente la gente comienza a mirar de otra manera a los vecinos que siempre han compartido los mismos vecindarios, y surgen odios orquestados por políticos inescrupulosos.
Estas enemistades sólo pueden ser detenidas en sus comienzos por los ciudadanos que rechazan la violencia y que tienen suficiente foro público para ser oídos a tiempo.
La violencia de las fuerzas de orden:
Por otro lado tenemos el caso de los miembros de las fuerzas de orden que maltratan a sus conciudadanos. Ellos pueden distinguirse de los grupos irregulares y para-militares que tienen su propia agenda -que a veces incorpora explícitamente a la crueldad como un arma de lucha, es decir, como un componente principal de acción. En cambio los policías y los militares oficialistas “caen” en el maltrato a pesar de dictámenes expresos en sus propios reglamentos y en las constituciones nacionales de sus países que prohíben estas prácticas. A pesar de estas prohibiciones, en todos lugares del mundo el problema aparece: en este caso es un fenómeno que fue descrito por Philip G. Zimbardo (1): cuando un grupo tenga autoridad incuestionable sobre otras personas, tiende a emplear la violencia y los abusos para imponer y mantener su poder. En este caso la policía esté armada frente a una población desarmada.
Claro está, existen también ciertas “entendimientos” políticos donde los mandatarios deciden no ver, o inclusive apoyar abiertamente tratos agresivos.
Parte del entrenamiento que recibe un miembro de cualquier fuerza de orden incluye su despersonalización. Es reglamentario: eliminar rasgos personales como peinados y ropa individualizada, asignar uniformes y equipos bélicos o de control de muchedumbres que ocultan caras y cuerpos, marchar en sincronización y estereotipar a ciertos grupos de ciudadanos (los “otros”) como “amotinados” y como enemigos carentes de humanidad; todo esto tiene el propósito de eliminar los sentimientos y reflexiones individualizadas entre los efectivos y por ende su capacidad para la empatía.
Los remedios para la violencia “oficial” incluyen acciones legales y sanciones para obligar a los agentes y militares aceptar las limitaciones que ya existen. Otra estrategia es eliminar el anonimato del efectivo individual; por esta razón en algunos países es obligatorio que llevan una identificación con su nombre. Sin voluntad política esto es difícil. Es posible a veces convencer a agentes individuales a actuar con más respeto: los manifestantes en las calles que hablan con ellos, que les regala comida y bebidas y que aun les dan flores y regalos apelan personalmente a su buena voluntad y su humanidad compartida.
La violencia en las instituciones absolutas:
Ya mencioné los estudios de Zimbardo (1); él y su equipo de psicólogos en la Universidad de Stanford simularon la vida en las cárceles examinando los alcances del aprendizaje de roles que implican conductas agresivas y de la obediencia y la sumisión. El experimento consiste en que asignar estudiantes universitarios aleatoriamente a las condiciones de “preso” y “guardián”, y luego ubicarlos en una simulada cárcel en el sótano de la Universidad. Las respuestas suscitadas por esta experiencia fueron tan “reales” y tan brutales que hubo que cancelar el experimento antes de que terminara. Este estudio demuestra que el problema de violencia en este tipo de institución proviene menos de las características particulares de los guardianes individuales que de factores sistémico de interacción social: personas asignados como guardianes que jamás habían maltratado a nadie, de repente se volvieron abusivos contra los “presos”, y éstos se volvieron sumisos.
Otros hallazgos de interés provienen de los estudios de Stanley Milgram (2). En 1977, Milgram evaluó estudiantes “normales” respecto a su aquiescencia para administrar fuertes choques eléctricos a otras personas. Cada joven era un sujeto experimental que creía trabajar en un experimento de aprendizaje; su tarea era aplicar descargas eléctricas para castigar a personas en el momento de cometer errores en tareas de memoria. El supuesto aprendiz se encontraba atado a una silla frente a un aparato donde aparentemente anotaba sus respuestas. El estudiante podía ver un medidor de voltaje que indicaba todos los niveles de descarga; los niveles más altos, considerados peligrosos, destacaban en el aparato. Lo que no sabía el estudiante era que la otra persona (el supuesto aprendiz) era un actor que realmente no sentía las descargas. No obstante los gritos simulados de dolor que el actor emitía, la mayoría de los estudiantes obedecía las órdenes del superior (un experimentador vestido con bata blanca que asumía posturas de autoridad), especialmente cuando éste se paraba justo al lado suyo. Las descargas eran aplicadas a pesar de que el voltímetro indicara el alto riesgo involucrado.
Estos experimentos revelaron que personas “ordinarias” demostraron ser capaces de suministrar choques eléctricos de alta potencia a sus semejantes (en el caso de Milgram) y de tratar brutalmente a quienes podían someter (en él de Zimbardo). Un factor que dispara estas conductas es la presencia de una figura de poder que las autoriza. Lo terrible es que por regla general los individuos involucrados no se niegan participar, a pesar de que sus acciones contradicen sus propias normas privadas y sus códigos morales.
Además de la figura de autoridad que da licencia para cometer los actos de crueldad asociados con los roles experimentales, podemos aislar otra influencia psicosocial que interviene en estas conductas: la sensación de participar en una especie de drama predeterminada y asumir papeles aprendidos en el pasado.
Muchos de nosotros asumiríamos acríticamente estos papeles porque constituyen guías que nos formaron hace mucho tiempo. Pareciera que la presencia de una autoridad que avala estas conductas en un contexto donde hay roles conocidos, nos conducen ciegamente hacia lo irracional colectivo y a la pérdida de la capacidad para la empatía.
Estos dos fenómenos se encuentran en lugares como cárceles donde hay una población vulnerable al maltrato. Es más, las jerarquías que se establecen entre los presos estimula abusos similares entre los mismos encarcelados. Los “pranes” tienen el poder de vida y muerte sobre los demás penados y comportamientos de alta crueldad aparecen en estos escenarios en las múltiples cadenas de mando.
En otras instituciones totales -pero en grado mucho menor- se puede apreciar similares prácticas, como en escuelas y residencias para de personas mayores.
Frente a estos fenómenos el remedio es cambiar las reglas: idealmente no debe haber nadie que pueda ejercer poder extremo sobre ninguna población. Las necesarias labores de supervisión y control en estas instituciones tienen que ser altamente reguladas, y los guardianes y demás personas en autoridad deben recibir entrenamiento en el trato humanitario –no sólo en sus oficios-. Debe haber un fundamental compromiso con la dignidad de los reos y la necesidad de alejarlos de sus vidas anteriores de ilegalidad; sobre todo de debe haber un importante vínculo afectivo con la no-violencia entre todos las personas asociadas con la administración de la justicia. Estos son condiciones que una ciudadanía educada debe exigir de sus gobernantes. Además no debe haber el recurso al anonimato: todos los funcionarios deben identificarse, ya que tendemos a ser más amables cuando nos pueden señalar personalmente.
La violencia en las escuelas:
Ya he mencionado las posibles desviaciones conductuales que acompañan el ejercicio del poder, y ellas se encuentran también en las escuelas; en este renglón quisiera añadir a la lista de fórmulas que conducen a la violencia el fenómeno de intimidación llamado “bullying” o el maltrato mutuo entre los niños, niñas y jóvenes que asisten al plantel.
Garabino (3) describe como tanto los niños maltratadores y también sus víctimas tienen características especiales. Los perjudicados son especialmente susceptibles y tienden a ser más sensitivos; los muchachos agresivos intentan maltratar a todos, y eventualmente se dan cuenta que algunos niños se molestan más que otros, y son éstos que reciben la mayor parte de su atención. Tenemos entonces de nuevo un juego de roles que nadie asume a propósito, pero que existe en el mundo y definen posibles maneras de ser.
En el caso del maltratador joven, Garabino (3) afirma que normalmente no hay un solo factor que va a determinar quiénes se volverán abusivos: se trata de múltiples influencias de riesgo -de familia, de vecindario y de disposición personal-. La mayoría de los muchachos pueden lidiar con uno o dos factores de riesgo como la pobreza, cierto grado de abuso en la familia, la falta de uno de sus padres, limitaciones personales e influencias negativas en el barrio, pero si se acumulan, el muchacho o la muchacha tendrá demasiados fardos que llevar, y no podrá soportar el peso.
Como el tema de violencia en la escuela y la familia es largo, quisiera dedicar otra entrega para ahondar sobre el tema. Hay muchos otros tipos de violencia que también son importantes: la violencia entre los choferes de vehículos, la del hampa, la de los medios de comunicación y otros. Serán temas de otras reflexiones.
Referencias:
(1)
Zimbardo, Philip G. (S/F). Experimento de la cárcel de Stanford. Accesible en la página Web: http://www.prisonexp.org/espanol/
(2)
Milgram, Stanley (1977). The individual in a social world. Essays and Experiments. Reading, Massachusetts: Addison-Wesley
(3)
Garabino, James (2001). Lost boys: Why our sons turn violent and how we can save them. Northhampton, Massachusetts y Smith College Studies in Social Work, Free Press