Terminé “Mundo, Demonio y Carne” de Michaelle
Ascencio en estos días de vacaciones. Lo había comenzado hace meses, pero al
principio el libro no captó mi imaginación: en varias ocasiones lo dejaba por
otro. Sentí que la historia de la heroína,
María Manuela, no pasaba de un cuento de hadas donde la pobre protagonista sufría
por la muerte de sus padres, y por del desamor de los tíos -Don Emiliano y la
Doña Joaquina- quienes hacían aparente cargo de ella como huérfana. Tanto era
su malquerencia que le metieron contra su voluntad en el convento de las
Carmelitas Descalzas de Santiago de León, donde las reglas son de silencio y
obediencia. La razón públicamente manifiesta de este encierro eran los amores secretos de la niña con su novio, Elías, pero la verdadera era la codicia que tenían sus guardianes por la fortuna que le dejó sus progenitores muertos.
Ni los
Hermanos Grimm maltratan tanto a sus personajes, y esto es sólo el comienzo; no
voy a contar todo el drama, excepto que María Manuela pasa casi toda la novela
bañada en lágrimas.
Pero al
avanzar por las páginas me di cuenta de que María Manuela es más bien un
vehículo para contar una historia más interesante. Aprendí en esta lectura muchas
cosas: de la vida en el convento, de la lucha entre el presidente Antonio
Guzmán Blanco y la iglesia, de las ideas de Guzmán por la modernización a la
francesa en un país, no sólo rural sino también azorado por múltiples
alzamientos de caudillos locales, de la importancia de una carrera militar para
los jóvenes de este entonces y de la cercenada vida accesible a las mujeres al
final del siglo XIX en Venezuela.
Eran estos
temas los que permitieron que terminara el libro. Al cerrarlo siento que bien valía
la pena acompañar a María Manuela en estas páginas.