El racismo, aunque particularmente execrable, es sólo una forma particular de violencia, entre muchas otras.
Creo que puede extenderse a ciertos tipos del tribalismo. Una de las razones que lo hace detestable es que señala a clases amplias de víctimas para la agresión, y el solo hecho de pertenecer a ellas, vulnera poblaciones enteras: negros, chinos, judíos, palestinos, los tuareg, los chií, los suní, los asirio, los kurdo, los turcomano, los shabak, y no he llegado todavía ni siquiera a la India, al Lejano Oriente o a la América indígena.
He venido leyendo y escribiendo sobre lo que empuje la gente –normalmente jóvenes- a agredir masivamente a los demás. La violencia que surge de la dicotomía inclusión/exclusión es algo que se ve en muchos lugares, y la primera etapa en superarla es siempre mirarla en la cara; tengo que decir a mí misma como individuo, ciudadano y ser humano: “este es mi grupo/tribu/país, y por mi vinculo con este totalidad tengo que rechazar al rencor y someter a aquello que en mi cultura haya permitido este odio.”
Se relaciona también con la pertinencia a bandas urbanas: en algunos casos es una animadversión informe hacía un “enemigo” ancestral y aprendido como un trastorno cultural; en otros es la simple actitud del depredador, una especie de rapiño de pandillas que cazan bienes entre los vecinos que no pertenecen a la camada. En tal caso la víctima queda reducida a la condición de una presa, como un ciervo o un faisán, es decir, es la creación social de una forma extremo del narcisismo. Lo hemos permitido porque no hemos provisto alternativas de acción y enseñanza humanista en los ambientes de crianza de estos muchachos.
O sea: no podemos quedarnos como observadores horrorizados por la violencia (ajena). Nuestro mundo de vida contiene nuestra propia versión del problema. Lo digo porque crecí en un lugar donde hay racismo, y conozco sus raíces profundas. La violencia siempre surge de lo hondo de la cultura.