lunes, 9 de junio de 2014

Una escena de linchamiento por Eduardo Ríos




Fecha : 19/04/2014 durante Semana Santa
Hora : 20 h
Duración: 30 min
Lugar: Municipio Chacao, zona de Altamira. Había dos guarimbas en aquella calle. Justamente detrás del suceso.

Acabo de salir del cine con mi padre alrededor de las 8:00 p.m. La sala del cine queda a dos minutos en carro al apartamento de mi madre. En la ruta mi padre recibió noticias por medio de uno de sus grupos de WhatsApp sobre el desalojo de una manifestación que tuvo lugar en la calle donde estábamos. Frente del edificio de la "ONU". Allí un grupo de jóvenes se había congregado en tiendas de campaña, y había bloqueado un canal de la avenida Francisco de Miranda.

Durante mis entrevistas [relacionadas con una investigación que había estado llevando a cabo en los días anteriores] me había percatado que los residentes y los mototaxis de la zona ya estaban cansados de la presencia de los muchachos. Y esa es precisamente la razón detrás de mi interés por lo que pasó después: formaba parte del telón de fondo de mis entrevistas.

Cuando llegué al apartamento de mi madre, vi por la ventana que gente corría desde la Plaza de Los Palos Grades hacia el sur donde debió haber estado ocurriendo el desalojo de los manifestantes– caso que la información que tenía mi padre hubiera resultado ser cierta – . Para ver la confrontación entre las fuerzas de orden y los muchachos, bajé corriendo. Abajo caminé por la acera hacia el sur (la Cuarta Avenida de Los Polos Grandes); después doblé hacia el oeste donde una señora me preguntó si “ellos” habían bajado. Le respondí que no los había visto. La señora me dijo que ella los había visto bajar. Regresé por donde había venido. Sobre la Cuarta Avenida caminé unos cincuenta metros hacia el sur (hacia la arepera Las Tres Esquinas). Me di cuenta que había un grupo de unas treinta personas alrededor de un hombre que estaba entrampado entre la esquina que formaba un muro y la reja de la entrada al estacionamiento privado de un edificio. Pregunté qué pasaba. Una madre gritaba:
- “es él que robó a mi hija.”
 Alrededor de él tres hombres le golpeaban la cara y lo pateaban. Los dos grupos formaban dos cuartos de círculos concéntricos a unos cinco metros de distancia. El grupo más cercano al hombre seguía golpeándolo. De repente otra persona vino con un palo y comenzó a golpearlo sobre los antebrazos que él levantaba para defenderse. En protesta grité:
- “¡pero no lo maten!”
Un joven de veinte años contestó:
- “pero no se puede tolerar que él robe sin hacer nada.
Frente a esto, contesté:
-“no, claro, hay que golpearlo pero sin matarlo.”
Y el joven contestó:
-“no, claro que no.”
El supuesto ladrón seguía en el rincón entre la reja y el muro. Sangraba por la boca. En el círculo más alejado un hombre que había salido a pasear sus perros gritaba:
-“¡Hay que lincharlo!”
Una muchacha gritaba que había que respetar los derechos humanos. Una vez más repetí que no  había que matarlo. Dos adolescentes de unos quince años que tenían unas gorras de lado (al estilo rap)  me explicaron la situación. Primero, dijeron, en la Plaza Los Palos Grandes a dos cuadras de donde nos encontrábamos, dos jóvenes estaban robando desde hace algunos días. Los habían visto antes. Caminaban en grupos de dos. Uno de ellos buscaba las víctimas y el otro, al pasar cerca de ellas, las robaba discretamente con una pistola, excepto que esta vez la muchacha que habían robado los había denunciado, y los vecinos del lugar los habían perseguido. El hombre con la pistola vestido con una “camisa rosada” había  agarrado su moto y se había escapado; el otro se quedó e intentó huir de la turba que lo perseguía. Los dos muchachos opinaron que si “éstos” nos quieren malandrear, que no piensen que los vamos a dejar. Pregunté por más detalles sobre lo que había pasado. Luego les dije que estaba de acuerdo con ellos, pero que si matan al hombre la policía nos iba a mandar a la cárcel. Dijeron que no estaban de acuerdo con que lo mataran, pero había que golpearlo. El círculo de tres o cuatro personas que lo aporreaban le siguió pegando por dos o tres minutos más hasta que la policía llegó y alejó a los agresores. El primer joven que me había hablado me dijo que:
-“la policía debería dejarnos golpearlo para que aprenda”.
La madre gritaba que era él quien había robado a su hija, estando ella con su otro hijo de ocho años en la plaza,  -“y con una pistola.”

La policía vino en grupo para sacar al supuesto ladrón de allí. Fueron por lo menos una docena de oficiales. Había ya cincuenta personas en este momento entre curiosos y revoltosos. Otra mujer comenzó a gritar a los policías demandando saber por qué ellos no estaban vigilando el lugar para prevenir el robo. La madre gritaba a la policía diciendo que eran corruptos. Unos cinco oficiales ordenaron al grupo que abriera paso al supuesto ladrón, y aprovechando la situación, se abrieron un camino hacia la otra acera. Hicieron entrar al hombre en un carro oficial, rápidamente lo transfirieron para otro vehículo y se fueron.

Al lado de carro de la policía me puse a conversar con un hombre viejo quien dijo que había estado tomando un café durante los acontecimientos. Me contó la misma historia que los dos jóvenes con la gorra. Hablamos por un momento y luego me acerqué a la calle donde varios grupos conversaban sobre lo que había pasado. Al margen del conflicto, vi algunos vecinos que se daban la mano, aprovechando para charlar entre ellos.

Una vez que los policías se habían llevado al hombre se dieron varias discusiones. Primero la madre que continuaba a vociferar contra la policía, se ubicó frente a uno de sus vehículos y exigía ver al alcalde. Para calmarla un hombre un poco más moderado le dijo que había que hacer una protesta eficaz y que no hacía falta gritarle a la policía; había que seguir exigiendo la presencia del alcalde pero con calma. Otra mujer gritó que la policía debería haber estado en el lugar antes y que el alcalde tomaba sus vacaciones mientras a ellos los robaban. Esta misma señora añadió que ella vivía antes en Colinas del Ávila y que tuvo que mudarse a Chacao debido a la inseguridad pero que allí el peligro era igual. Mientras la mujer le gritaba a la policía llegó otro hombre por la calle. Él acusó a los policías del alcalde de ser cómplices. En su cara se veían algunas heridas evidentes, su camisa estaba arrugada, y cuando se dio vuelta pude ver una herida sangrándole en la zona occipital del cráneo (en la parte trasera). Según explicó, cinco policías lo habían golpeado y él denunciaba a los oficiales de Chacao por haberlo permitido. Finalmente oí una discusión entre un hombre bastante excitado, de unos cincuenta años, y un joven hombre flaco con el pelo largo. Supuse que el joven le decía que la policía ya había atrapado al ladrón y que no había razón para trancar la calle. El otro hombre respondió que no se debía soportar más la situación actual y que el país estaba al borde de una dictadura, que había que abrir los ojos. Una mujer exclamó al joven de pelo largo, -“claro que tú aguantas las colas”. Un hombre caminaba entre los diferentes grupos con un bate de baseball, argumentando que hacía falta organizarse porque –“cada vez que se ve uno, hay que golpearlo.”



Me alejé un poco de estas discusiones, y me acerqué a una policía para hablar con él. Le dije que la situación estaba tensa. Él dijo con un tono que demostraba una cierta impotencia que:
-“La policía es un servicio; ellos tienen razón de desear pedir un mejor servicio, y nosotros hemos hecho lo que se puede. Pero la policía tiene que hacer demasiadas cosas. Uno es psicólogo, los que encuentran soluciones a los problemas, los que llaman para resolver las violencias… pero en Caracas hay demasiadas cosas que hacer y uno no puede estar en todas partes. Es más, el trabajo se vuelve cada vez más difícil, y nadie quiere ser policía ya. Antes la gente respetaba el uniforme, pero ahora nadie quiere ocuparse de esto.”

Le respondí que ellos eran super-hombres y que ser policía en la situación actual era muy difícil. Me preguntó qué sabía yo. No sabía si tenía que decir algo, porque podrían pensar que había participado en el linchamiento y les dije que estaba allí de curioso. Él terminó diciendo que:
-“Pero al mismo tiempo, en la situación actual, si ella no perdió sino cosas materiales, debe estar contenta porque no perdió la vida.”
Uno de sus colegas llegó para decir que había que irse; me dio la mano y se fue.

Regresé hacia la casa. Le pregunté al guardia de un edificio que hablaba con una persona que pasaba por allí, si él había visto algo. Me respondió con un tono defensivo que no había visto nada. Caminé una cuadra al norte por la cuarta transversal. Debajo de un salón de belleza cerrado un grupo de jóvenes de unos treinta años comentaban lo ocurrido; el meollo de su discusión era que uno no podía dejarse joder.

Aquel casi-linchamiento me llamó la atención por tres razones. La primera es muy personal: esperaba ver un enfrentamiento más político entre el gobierno y los manifestantes. Ver la violencia ordinaria me sorprendió y me dejó sin saber qué hacer. Tenía miedo de estar presenciando el asesinato de una persona ya que los vecinos rápidamente empezaron a usar palos. Al final una forma de autocontrol había permitido hacer ganar suficiente tiempo hasta que llegara la policía. Había visto ya varias escenas de violencia ordinaria en Caracas. Me habían robado y en un campo de futbol varios jóvenes se enfrentaron a golpes; en estos dos casos la violencia había sido bastante más controlada. Esta vez sentí realmente que la situación pudiera fácilmente haber empeorado. Esta fue mi impresión muy personal.

En el segundo lugar lo que me había llamado la atención de aquella escena de violencia ordinaria que al principio supuse no era de naturaleza política (no hubo oposición entre policía y manifestantes), fue que estuvo llena de política. Hay tres elementos que me permiten afirmar esta hipótesis: primero la conversación que tuve con los policías. Quienes finalmente ofrecieron una solución al linchamiento fueron las fuerzas del orden. Asimismo el papel de los policías estaba implícito en la interacción. La señora les había reclamado por no estar más presentes en Los Palos Grandes, y el policía había reconocido que él ofrecía un servicio, y que se consideraba responsable, pero que no podía hacer más. La señora veía al Estado local como un servicio y exigía más protección, y el agente reconocía los límites en dicha prestación. Pero no era sólo que el papel de la policía era aceptado como tal de antemano, sino también en seguida la madre de la joven que fue robada culpó al alcalde directamente por los hechos. Claro, los integrantes más moderados  intentaban calmar a la dama diciéndole que era necesario proceder a una protesta “eficaz” para acercarse al alcalde. En esta situación que parecía cotidiana e “irracional” (sin otra cara más profunda que la de la violencia gratuita en una ciudad ya violenta) aparecía el Estado como un actor que debía proveer una solución a la crisis: fue al Estado local al que se exigió la respuesta al demandar la presencia física del alcalde. Al final aquel ladrón de celulares fue visto por el grupo de personas como uno de los efectos de “la dictadura”. Habían elaborado una equivalencia entre él y las colas frente a los supermercados. Era, entonces particularmente interesante ver que en seguida se entendía este problema, que, en apariencia era cotidiano, como la incumbencia tanto del Estado local como del Estado central; este razonamiento es  evidenciado por el vocabulario tan fuerte que se empleó contra el alcalde de la oposición y contra el presidente en ejercicio. Habíamos ya notado esta tendencia a la reinterpretación de todos los problemas sociales con un cuadro [frame] político. Lo interesante de notar en este acto, en apariencia desprovisto de la política (y haciendo un poco de la historia del siglo XIX, pensamos es un fenómeno de muchedumbre), es que fue la institución del Estado quién fue movilizada como proveedora de una solución y al mismo tiempo que como el blanco de las críticas. Hemos presenciado hoy un acontecimiento profundamente ligado al Estado.

Pero dado que hay que hacer siempre una descripción “densa” (thick) de los eventos, nos parece igualmente que es posible ver qué tipo de relación las personas establecen en la calle con el Estado (en su estructura federal: alcalde y gobierno central). 

Por lo menos hay que ver si es posible asir el juego de las reivindicaciones implicadas en la confrontación. Es más, es interesante interpretar más finamente este evento en un marco político. De hecho es muy político porque algunos de los vecinos más radicales del mismo lugar habían construido una guarimba en esa misma esquina.

Nos parece que se puede encontrar algunas de estas reivindicaciones justamente en algunas de las más efusivas expresiones de aquella tarde que llamamos radicales por razones de comodidad pero que están en el corazón de las reivindicaciones detrás de las guarimbas. La señora que gritó a la policía criticaba del alcalde que se hubiera ido de vacaciones – en cuanto ella se había tenido que quedar en Caracas el sábado de Semana Santa-. Ella también dijo que vivía antes en Colinas del Ávila, y que se había mudado debido a las mejores condiciones de seguridad en Los Palos Grandes. Hablando sociológicamente las personas que viven en Los Palos Grandes y Colinas del Ávila se asemejan mucho. Pero la urbanización Colinas del Ávila es más cerrada; no hay cómo acercarse sino en carro, o por carros-por-puesto muy costosos. Y el precio del metro cuadrado es tal vez más bajo que en Los Palos Grandes. Lo que la señora reclamaba a través del robo de celular era que no podía irse de vacaciones y que la solución que estaba a su alcance – pasar las vacaciones en la plaza – era muy peligrosa, incluso en [el municipio] “Chacao”. El robo del celular un sábado de semana santa ponía en evidencia de forma muy violenta el deterioro de su condición social.

Si extrapolamos esto hacia las guarimbas, podemos identificar elementos muy interesantes. Por un lado muy pocas de estas personas son radicales. La mayoría de las que estaban allí se conocían y forman parte de una red de relaciones personales; vienen con “sus amigos” y ellos “se dan la mano”. Por otra parte el juego de los reclamos de las guarimbas no puede considerarse como una renegociación de facciones de poder entre grupos de élites temerosos de perder cuotas, es decir como la antesala a un plan maquiavélico orquestado por fuerzas en la búsqueda de la toma del Estado (proceso ilustrado en las mesas de negociación); más bien quienes viven en Los Palos Grandes y Colinas del Ávila, y que pertenecen a la clase media, son puestas delante de la evidencia de la fragilidad de su posición social. Ella se ha erosionado de forma importante por el debilitamiento de los salarios.

Hoy presencié una violencia extremadamente politizada que tiene su origen precisamente en la misma fuente que alimenta las guarimbas en el sector de los salarios intermediarios.





 
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