Tenemos que estar claros: las creencias no lastiman, el poder, sí.
Desde el alto paleolítico se ha creado valores y lealtades para sobrevivir en colectividades. La seguridad del grupo requería absoluta identificación con la tribu y el acatamiento automático por parte de los miembros de las comunidades a las órdenes del jefe; los líderes no eran tontos y rápidamente aprendieron a manejar las emociones de sus seguidores para su propio beneficio.
El poder siempre ha anhelado que sus súbditos demuestren adherencia inquebrantable. Con el paso del tiempo la adhesión grupal incluyó al apego étnico, la lealtad al barón local, amor al rey y luego la disciplina partidaria. Para afianzar todo esto se ha manipulado las creencias de cada grupo sobre lo divino y se ha convertido la sumisión al soberano y a la patria en un deber moral, la cual ahora llamamos patriotismo.
Estas lealtades implicaban también el rechazo a todo y todos que no se vinculaban al poder local. Los israelís del Viejo Testamento combatían y masacraban a los hititas; los romanos arrasaron a Cartago; Alejandro Magno y el Genghis Kahn anillaron a cualquier sugerencia de rebeldía en sus imperios; los shias han sufrido siglos de combate con sus vecinos los sunnis; en toda Europa medieval había persecuciones antisemíticas por parte de los cristianos (y en el Siglo XX el Fascismo quiso exterminar totalmente a los judíos).
Con esta desmedida introducción llego a mi punto central: la religión, la ideología y la pertinencia étnica no son peligros: lo peligroso es su relación con el poder. Los mandatarios usan las creencias y las lealtades para consolidar su propio y personal dominio. Así, debemos temer a los señores de la guerra más que a sus credos, y luego a los huestes de estos señores, que son ellos mismos hambrientos de mando, o simplemente tontos útiles que no encuentran donde más hallarse.