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Opinión | Sab, 03/16/2013 - 23:00
La tierra nueva
Por: William Ospina
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Alguien dijo que América Latna es la región donde van a morir los sueños y las locuras de Europa.
Tendría que añadir que América Latina ha sido el destino de
muchas tradiciones del mundo y es también la región donde van a resurgir y
resucitar los sueños y las sabidurías de Europa. Una región que sabe aprender
de las experiencias y los fracasos de ese continente.
América conserva plenamente el legado europeo: sus lenguas,
sus religiones, sus valores, sus instituciones, sus artes y sus sueños. Porque
Europa estuvo en Asia, pero no permaneció en Asia; estuvo en África, pero no
permaneció en África. América volvió americanas las lenguas: el español, el
inglés, el portugués, el francés y finalmente las convirtió en lenguas
planetarias. América cada cierto tiempo reinventa y redefine la democracia, el
sueño de griegos y cristianos. Prolongó y enriqueció la tradición grecolatina,
la Declaración de los Derechos Humanos, la herencia de la Revolución Francesa,
la idea de la República que se fue decantando de Platón a Montesquieu, de Juana
de Arco a Garibaldi, de Byron a Bolívar.
Somos una suerte de síntesis del resto del mundo. Aquí
llegaron los asiáticos hace 30 mil años, los ibéricos hace cinco siglos, los
africanos hace cuatro. A partir de cierto momento la migración se aceleró:
llegaron ingleses y franceses, alemanes e irlandeses, judíos y chinos, italianos
y sirio-libaneses, holandeses y polacos, indios y japoneses. Llegaron a Estados
Unidos y al Canadá, a la Argentina y al Brasil, a Surinam, a Panamá y a
Trinidad, a Venezuela y al Perú: todas las tradiciones y las memorias, los
dioses y los rostros humanos; el continente fue la nueva Roma y la nueva
Babilonia, madre de religiones, prisma de lenguas, comarca de la nostalgia y de
la esperanza, y empezó a influir sobre Europa.
Edgar Allan Poe arrojó su sombra sobre los horizontes del
Romanticismo; Walt Whitman señaló con su canto los caminos de la poesía
moderna; Bolívar se convirtió en el símbolo del primer gran triunfo planetario
contra el colonialismo; Benito Juárez enseñó a fundir los sueños del
liberalismo con la memoria postergada del mundo indígena; pero ya Cuauhtémoc,
Manco Inca Yupanqui y Bayano de Panamá, el primer esclavo rebelde, eran para el
futuro símbolos de algo irreductible.
Estados Unidos enseña cada día, desde hace dos siglos, cómo
transformar el mundo; pero la América Latina no cesa de decirse, de recordarse,
que también hay que transformar al ser humano, sus valores y sus propósitos. No
es una mera lucha entre el mundo sajón y el mundo latino, entre la laboriosidad
industriosa y la ensoñación respetuosa; es un debate vigoroso y ojalá fecundo
acerca de cuál es el papel del ser humano en el cosmos: si dominar la
naturaleza o convivir con ella, si podemos conquistar el futuro sin conservar
el pasado, si hacer del mundo un espectáculo es lo contrario de hacer de él una
morada, si es posible triunfar sin calcular los costos, o si hay que vivir del
modo menos oneroso para el mundo.
Jorge Luis Borges dijo con ironía que los únicos europeos
verdaderos somos los latinoamericanos, que vemos a Europa como un todo del que
nos sentimos herederos, en tanto que en Europa casi no hay europeos sino apenas
ingleses, franceses, alemanes, italianos, españoles, húngaros o griegos. A
veces tememos que ni siquiera existan los españoles sino castellanos,
catalanes, vascos, asturianos o gallegos; que haya tensiones graves entre la
Italia del norte y la del sur, entre el sardo, el lombardo, el tirolés y el
friulano. Crisis recientes separaron en Checoslovaquia lo checo de lo eslavo;
hicieron brotar, de una, cuatro naciones.
Pero también el sueño de la Unión, resurgido en Europa
después de 30 siglos de guerras que comenzaron en Troya y terminaron en
Stalingrado, ha crecido en América Latina desde los tiempos de Bolívar; no para
borrar las diferencias entre los países, que son muchas y preciosas, sino para
fortalecer afinidades y darnos una mayor capacidad de intercambiar con el
mundo.
Somos el continente que menos puede envanecerse de ningún
tipo de pureza. Ni razas puras, ni lenguas puras, ni costumbres ni culturas
homogéneas. En esta tierra reinan la diversidad, las mixturas, los mestizajes,
la flor de los injertos; los rostros negros de ojos verdes rasgados que uno ve por las aceras de São Paulo; ese tango que puede
ser hijo a la vez de las habaneras, de las canciones napolitanas, del candombe
y de Rusia; esos mariachis de nombre francés; ese jazz y esa salsa donde
dialogan instrumentos occidentales con ritmos africanos; esas vírgenes de
Legarda que fusionaron la virgen de Apocalipsis con la Pachamama; esa santería
y ese vudú, que unen en humos de tabaco el santoral católico y los panteones de
África.Aquí, donde la naturaleza parece lo único original, vivimos una originalidad más sorprendente: la flor de las fusiones culturales. Esta es la encrucijada de los mundos, la playa de los vientos cruzados, altar de dioses momentáneos y nicho de sentencias proféticas. Quizás aquí aprendamos que la ciudad no es el asfalto y los bloques, sino el relato y la cultura; que si algo no puede ser civilización es el urbanismo sin alma, la industria sin moral, el poder sin principios, la historia sin un designio generoso, la humanidad sin dioses y sin sueños.
Aquí se dieron cita los relatos planetarios, aquí encontró
Jorge Luis Borges el Aleph, que concentra el universo en un punto. Este es el
lugar donde Darwin interrogó los caminos de la vida, donde Humboldt descubrió
el cosmos, donde la historia se ha pasado a vivir.