Guárdense contra toda acumulación de poder, sin adaptarse a ella ni justificarla debido a quiénes la detentan. No importa si surja en una junta de vecinos, de una casa financiera, de un monopolio de la manufactura de un producto de alta demanda, de un retén policial, de una banda hamponil, de un aula de clases o de un partido político.
No hay buenas causas que justifican tal acumulación. No hay peligros externos que excusan que los individuos entreguen su potestad propia. Cuando el gobierno pide acceso a las comunicaciones personales de sus ciudadanos en nombre de la seguridad nacional, o cuando un presidente pide a los legisladores que le entreguen la autoridad de regir por decreto o cuando se dediquen cantidades desmesuradas del tesoro público al desarrollo y acopio de armas de guerra, se trata de algo que, en una democracia –en una sociedad civilizada-, no es lícita.
Deberíamos rechazar a los héroes que piensan que pueden obrar en nuestros nombres. No hay salvadores que nos rescatarán de nuestra obligación de ser perspicaces y desconfiados sobre el manejo del bien público.
Deberíamos huir de las ideologías totalitarias y los fundamentalismos que nos prohíben pensar más allá de los límites de ciertos dogmas consagrados.
Hay que cuidarse de las agrupaciones agresivas de gentes que defienden su causa a costa de la nuestra.
Deberíamos sospechar cuando los gobernantes nos piden sacrificios sin renunciar nada ellos mismos.
El deber del ciudadano es no confiar; es actuar con compromiso personal y autónomo. Es asumir la responsabilidad por los actos propios.