K. Cronick
English
In the
United States this week two young men killed multiple people in anonymous
slayings. One killer was 18 years old and the other was 17. They are not the
only adolescent murderers either in that country or in the rest of the world; for
example, juvenile bands of young killers roam the streets of Latin America, and
child-soldiers in Africa make up the majority of some militias. Aside from the tragedy represented by these
boys’ victims, which is intolerably sad, we also have to think about the collective
heartbreak that these assassins themselves signify. What makes a boy this age
kill?
There are
many well-known causes. The need to identify with peers that belong to gangs,
abusive home conditions, environments that foster bullying, grinding poverty,
childhood abandonment, and many other influences. The professional literature
has dealt extensively with them. The point here is not to name them all, but
rather ask how it is possible that societies tolerate these influences in their
cities, towns, neighborhoods, and homes.
It is well
known that free and good education, access to sporting installations, affordable
health care, the elimination of homelessness, and the possibility of participation
in a society’s cultural activities can reduce juvenile crime. How can it happen
that these benefits are not standard offers made by all governments?
This last
question is, of course, ironic. We know the reasons. The privileged choose to ignore
the needs of others. In some places those in power absorb all the available resources
for themselves. Much money is made by having marginalized young people
participate in delinquent activities. Certain ideologies survive based on the
cultivation of cultural rejection and social hate. And, of course, the armament
industry benefits largely from these ideas.
But all
this leads to another question: The existence of these exclusion systems is a
large, non-flattering social mirror. When will come the time that we, like
fairy-tale stepmothers, can no longer simply ask the mirror to tell us that we
are the most beautiful, but rather hear it say that we are severely distorted.
Español
La tragedia de
los adolescentes asesinos.
En los Estados
Unidos esta semana, dos jóvenes mataron a varias personas en asesinatos
anónimos. Un asesino tenía 18 años y el otro 17. No son los únicos asesinos
adolescentes, ni en aquel país, ni en el resto del mundo; por ejemplo, bandas
juveniles de jóvenes asesinos deambulan por las calles de América Latina, y los
niños soldados en África constituyen la mayoría de algunas milicias. Más allá
de la tragedia que representan las víctimas de estos muchachos, que es
intolerablemente triste, también hay que pensar en el desamor colectivo que
significan estos mismos asesinos. Ellos también son víctimas. ¿Qué hace que un
chico de esta edad mate?
Hay muchas causas
bien conocidas. La necesidad de identificarse con compañeros pertenecientes a
pandillas, condiciones de hogar abusivas, ambientes que fomentan el bullying,
pobreza extrema, abandono infantil y muchas otras influencias. La literatura
profesional se ha ocupado extensamente de ellas. El punto aquí no es nombrarlas
a todas, sino preguntar cómo es posible que las sociedades toleren estas presiones
en sus ciudades, pueblos, barrios y hogares.
Es bien sabido
que la educación buena y gratuita, el acceso a las instalaciones deportivas, la
atención médica asequible, la eliminación de la falta de vivienda y la
posibilidad de participar en las actividades culturales pueden reducir la
delincuencia juvenil. ¿Cómo puede ser que estos beneficios no sean ofertas
estándar que hacen todos los gobiernos?
Esta última
pregunta es, por supuesto, irónica. Conocemos las razones. Los privilegiados
eligen ignorar las necesidades de los demás. En algunos lugares, los que están
en el poder absorben todos los recursos disponibles para sí mismos. Se gana
mucho dinero haciendo que los jóvenes marginados participen en actividades
delictivas. Ciertas ideologías sobreviven basadas en el cultivo del rechazo
cultural y el odio social. Y, por supuesto, la industria armamentística se
beneficia en gran medida de estas ideas.
Pero todo esto
lleva a otra pregunta: la existencia de estos sistemas de exclusión es un gran
espejo social poco halagüeño. ¿Cuándo llegará el momento en que nosotros, como
madrastras de cuentos de hadas, ya no podamos simplemente pedirle al espejo que
nos diga que somos los más hermosos, sino escucharlo decir que estamos
severamente distorsionados?