Fui hoy a ver el documental “La Cuarta Gracia” de Andrea López. Se trata de la vida de Zulay Contreras, una mujer que ha habitado una plaza pública en las afueras de la Universidad Central de Venezuela llamada “Las Tres Gracias” desde hace más que quince años.
El documental es excepcional en el sentido de reservar juicios sobre el estilo de vida de Zulay quien cuenta su historia, primero las partes más obvias, sobre como gana su vida lavando carros y el orgullo que siente al mantener podados a los sauce llorones que decoran su “hogar”. Cuenta como lava su ropa en la piscina decorativa, sus estrategias para protegerse de la lluvia y del frío y la “familia” de otras personas en situación de calle que la acompañan. Luego, poco a poco comienza a describir aspectos más desesperantes de su vida: narra sobre sus adiciones y como abandonó a sus hijos debido a la droga “piedra” que no puede y no quiere dejar de consumir. Luego cuenta como su hijo se unió a ella en la plaza y murió de una sobredosis. Andrea, la directora, ha tomado la valiente decisión de contar tal cual a esta historia desgarradora, y no propone soluciones para Zulay quien, a su vez, se ha mostrado increíblemente valerosa en mostrarse en toda su vulnerabilidad en la pantalla. Inclusive, estuvo presente en la exposición del documental hoy y contestó las preguntas que le hacían los espectadores.
Mi motivo en escribir sobre esta experiencia tiene que ver, justamente, con las reacciones de la audiencia. Quienes se levantaron para tomar el micrófono después de la película, casi todos, no podían dejar que proponerle soluciones a Zulay, las cuales iban de las religiosas hasta las institucionales. No se dieron cuenta que la vida de esta mujer rebasa todos los remedios que hemos podido inventar. Los albergues y lugares de “recuperación” de las personas adictas en situación de calle tienen tasas de “éxito” que no exceden el 10% de los clientes, aun considerando que éstas son precisamente las personas más motivadas desde el comienzo. Pero esto tampoco es lo que quiero expresar. Cuando una muchachita, estudiante del primer año, le confrontó a Zulay hoy, exigiéndole que abandonara su estilo de vida y que dejara la vida en la calle y las drogas, Zulay respondió:
-“Pero es que me gustan.”Sabemos que esto no es totalmente cierto: la segunda mitad del documental fue un relato de dolor, y de la fantasía de encontrar una casa donde podría dormir con seguridad y disfrutar de una nevera llena de comida. Pero aquellas otras fantasías: la de la libertad, la de anomía rebelde, la de amigos incondicionales que compartan las mismas desgracias y la del escape que provee la intoxicación química, son demasiado poderosas.
Me he encontrado varias veces con Zulay en la plaza, donde ella es la indiscutible reina de la localidad; es conocida por todos los transeúntes y choferes de autos; es la “madre” de un nutrido grupo de jóvenes que vienen y se van, y que le dan afecto y apoyo. La plaza es suya: yo quería ver la posibilidad de trabajar con algunos estudiantes en la renovación estética del lugar, y tuve que conseguir primero su permiso y ayuda, los cuales noblesse oblige, me concedió. La vida en la calle tiene muchos beneficios para Zulay. Si la fuera a abandonar ¿qué existencia tendría? ¿Lograría su casa y su nevera? ¿Cómo pagaría estas cosas? ¿Quiénes serían sus amigos queridos del infortunio?
Como sociedad no hemos podido resolver este problema. No hemos inventado una calidad de vida con un grado suficiente de estética, compañerismo y viabilidad verdadera para atraer a gente como Zulay.
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