domingo, 5 de junio de 2016

Ya casi terminé el “Cesarismo democrático” de Laureano Vallenilla Lanz. Los primeros capítulos describen la anarquía de los tiempos de la separación de España. Caracteriza a estos tiempos, no como una lucha patriótica, sino como una guerra civil en donde “pardos, quinterones, cuarterones y ‘blancos de orilla’ constituyen la gran masa pobladora de las ciudades” (p. 75). En otras palabras, a recurrir a términos raciales para describir a esta gente, niega su capacidad de pensamiento independiente, y deplora que en aquel escenario de la gesta independentista que hubiesen gente de pensamiento “jacobina” que:
“consideraba [al] hombre natural como un ser esencialmente razonable y bueno, depravado accidentalmente por una organización social defectuosa [y que] creyeron, como los precursores y los teóricos de la Revolución Francesa, que bastaba una simple declaración de derechos para que aquellos mismos a quienes ‘el bárbaro sistema colonial tenía condenados a abyecto estado de semi-hombres'… se transformaran con increíble rapidez en ‘un pueblo noble y virtuoso, consciente de su misión y árbitro de sus derechos’ (cita a documentos de Blanco y Azpurúa, Vallenilla, p. 117).
Para Vallenilla el sueño republicano fracasó contra la realidad de soldados llaneros dedicados al pillaje que migraban entre los ejércitos de Páez y las de Boves, Yañes y Morales, sin ninguna ideal ni realista ni republicana. Desde el primer capítulo Vallanilla declara que en realidad la Guerra de Independencia fue una guerra civil:
“… la Revolución de la Independencia fue al mismo tiempo una guerra civil, una lucha intestina entre dos partidos compuestos igualmente de venezolanos, surgidos de todas las clases sociales de la colonia” (p. 62)
Dice: “Venezuela presentó en aquellos años el mismo espectáculo que el mundo romano con la invasión de los bárbaros” (119).
La solución vino de la necesidad para someter el desorden por la fuerza bruta, “y del seno de aquella inmensa anarquía surgirá por primera vez la clase de los dominadores: los caudillos, los caciques, los jefes de partido” (p. 119). En un capítulo posterior llamado “El Gendarme Necesario” defienda a José Antonio Páez como el caudillo que entendió el carácter nacional y que pudo establecer un mínimo de orden.
Claro, es importante entender que Vallenilla fue el ideólogo y apologista por el régimen dictatorial de Juan Vicente Gómez; era evidente que respaldara la importancia de someter a  la que consideraba una población revoltosa, y que la caracterizara como ignorante y en necesidad de una guía fuerte.
Podemos ubicar entre paréntesis su evocación de temperamento de los soldados de los revueltos  de los años 1810 – 1823, y sin embargo darnos cuenta de una larga lucha armada que rebasó el conflicto con los españoles. Es más, el conflicto siguió por todo el siglo XIX durante las Guerras Federales.
La solución en el país siempre ha sido recurrir al hombre fuerte, es decir al caudillo o al militar. Es lo que pasó en 1998. Oigo gente hoy en día que quiere encontrar un salvador, un amo que “nos saque de esta desastre”.

Quisiera pensar que hay otras posibilidades en el Siglo XXI.

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