Quisiera decir algo sobre lo faranduloso, que sin embargo tiene importancia profunda para las mujeres de las generaciones de ahora. Se trata del caso de Bill Cosby.
Nuestra memoria colectiva nos ha legado, y nuestras propias experiencias amargas nos activen vívidos resentimientos y emociones de enfado respecto al sexo no deseado y a la violación; somos hiper-sensibles respecto a este tema. Cuando una mujer grita “¡He sido violada!”, saltamos a su defensa con la rapidez de un reflejo rotuliano.
Y no digo que no debemos defender a nuestras hermanas de esta vieja ignominia, más bien debemos agilizar las posibilidades de protegerlas y respaldarlas. Es más, deberíamos exigir que cada clínica tenga a mano un equipo para examinar los flujos y daños vaginales a las mujeres víctimas de este flagelo; su ausencia en los centros de salud constituye un hecho más de la resistencia masculina a la defensa de las mujeres en estos casos.
Pero también hay que proteger a los hombres. Lo que me preocupa es la necesidad de verificar cada incidente. Para los hombres acusados es imposible probar lo que no ha ocurrido si esto es el caso. En lo jurídico se trata del “probatio diabólica”, o “prueba inquisitorial", que trata de una exigencia a un reo que compruebe su no participación en la comisión de un delito. Esto no es posible: no se puede probar lo inexistente. En los tiempos de la Inquisición no se reconocían la presunción de inocencia; de este modo, sin pruebas en su contra, y sin confesión, aun bajo tortura, un reo podría ser declarado culpable si así deseaba la corona o las autoridades eclesiásticas. La presunción de inocencia ha sido -y es- un enorme logro de la jurisprudencia.
No quiero emitir una opinión sobre la veracidad de las mujeres que acusaron a Cosby. Pero, sí, quisiera afirmar la necesidad que tienen los sistemas legales para tomar consciencia y proteger a ambos sexos contra este mal.
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