Estuve en una reunión donde por cuatro horas discutimos el reglamento de un nuevo servicio (remunerado) que como profesionales pensamos ofrecer al público. Aclaro que somos diez personas.
Discutimos largamente una organigrama, nuestra visión, misión y procedimiento, inclusive pasamos media hora debatiendo sobre el diseño de uno logo (que ya llevamos varios meses polemizando).
Toda esta formalidad ocurre en un país donde nadie presta la más mínima atención a las leyes y reglamentos cuando ya se hayan terminado de redactar. Nadie en este terruño se inmuta siquiera frente a los semáforos en rojo. Es evidente que nosotros diez haremos lo mismo cuando, en el fragor de la acción, estamos atendiendo clientela. Además, como somos pocos, algunos de nosotros tendremos varias funciones, algunas subordinadas a otras, lo que significará básicamente comunicaciones administrativas dirigidas del yo al mí, pero este detalle no desanima nuestro afán de orden burocrático.
Lo que está en el fondo, y que no discutimos, es un cambio radical de nuestra institución, que se ha dedicado hasta ahora a la docencia y la investigación académica. Estas ocupaciones van a convertirse en actividades motivadas por el lucro institucional: lo que ganamos se destinará en gran parte al mantenimiento de nuestro instituto que ya no puede sostenerse adecuadamente con los fondos públicos que siempre hemos recibido. El financiamiento de la ciencia (incluyendo las ciencias sociales) siempre ha dependido de becas, subvenciones, donaciones y subsidios, y esto claramente influye sobre qué temas se investigan aunque ha habido siempre bastante amplitud al respecto. Ahora todo esto va cambiando.
Las universidades públicas ya “no pueden” con sus ingresos tradicionales. El resultado es la necesidad de autofinanciamiento, y esto trae consigo los valores del mercado. Un profesional va a decidir sobre su participación en proyectos en base a “¿cuánto hay en esto?” a pesar de la misión y visión idealizadas que redactemos.
miércoles, 9 de mayo de 2012
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