de Karen
Siempre me han fascinado. Intento no hacerles daño, y evito
pisar a sus convoyes de cargadores con sus grandísimos bultos. Como mi casa está
construida sobre un terreno húmedo y de relleno, he tenido que convivir con
ellas, tanto en mi patio como en la mesa de la cocina que colinda con él. He
admirado su solidaridad con sus compañeros que a veces quedan lastimados por mi
esponja de limpieza, y me fascina su asiduo búsqueda de cualquier grano de azúcar
o miga de pan que queda sin asear.
Compartimos tantas características. Pueden transmitir conocimientos
a sus descendentes, una especie de "memoria" generacional". Y son
leales dentro de su colonia, pero no parece que establezcan relaciones sociales
productivas fuera de ella. Y allí está el problema. No hay como convencerlas a
que me dejen en paz si las trato bien.
En general, intento lograr una convivencia pacífica. Pero ellas no tienen ni orejas, ni sangre ni un corazón para oírme.
Nunca
me han gustado las insecticidas, primero porque no quiero matar a nada vivo,
pero además estas sustancias son demasiado indiscriminadas, matan a las
mariposas, las abejas, e incluso a los pájaros. Así que disuado a las hormigas con
vinagre, borrando sus senderos de feromonas, y, en general, haciendo inhóspita a
mi cocina para ellas -para que se vayan a buscar su azúcar por otro lado-.
Pero recién, no sé si es por las temperaturas promedias más
elevadas, las hormigas han cambiado de actitud. Si antes tenían algo de timidez,
ahora han decidido reclamar todo. Vienen en todos los tamaños, y me miran
directamente a la cara diciendo: “¿Y qué??” ¡Una colonia intentó instalarse en mi
receptor de Internet! Se metan en el plato de frutas en la mesa del comedor. Han
destrozado varias matas, y había que pintar los materos y la reja del porche con
aceite de carros quemado.
La convivencia es difícil.
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