sábado, 4 de julio de 2009
Viaje a Guatemala
Este es la primera entrega de un relato de mi experiencia en el XXXII Congreso Interamericano de Psicología en Guatemala.
27/6
Dormí la noche en la casa de una amiga para poder salir en la madrugada de Caracas al aeropuerto. Luego de un vuelo sin novedades a Panamá, llegué a la Ciudad de Guatemala, y estudiantes de la Universidad del Valle nos saludaron y nos subieron a un autobús para llegar al hotel. Teníamos todavía tiempo antes del inicio de las actividades del Congreso.
La Ciudad de Guatemaña
En la tarde fui con tres amigas a la parte vieja de la ciudad; paseamos por la zona de la catedral y del mercado. La catedral tiene un ornato moderado, los santos y Cristos son oscuros y más bien severos. Vi una incuestionable pero discreta exposición de oro y riqueza, pero no tiene tanta profusión de ornamentación como hay, por ejemplo, en México.
La Catedral
El Mercado
El contraste entre la ponderada insinuación de poder y propiedad de esta iglesia y la explosión de colorido en el mercado era impresionante, este segundo ambiente tenía un despliegue formidable y realmente voluptuoso de tonos y aromas; había sobre todo cosas para comer: plantas medicinales, carne y especias y frutas muchas de las cuales yo no conocía, pero también se veían hermosas telas y maderas talladas; era mi introducción a esta maravillosa cultura.
                                                                                         Detalle del mercado
Y también era mi entrada a la impre-sionante dicotomía cultural en aquel país entre la herencia española y el patrimonio indígena.
Compré una “flor de cactus” para comer en el desayuno el día siguiente, una fruta de rojo vivo que resultó tener un sabor dulce, casi blando que contrastaba con su apariencia espectacular.
Chichicastenango
El día siguiente las cuatro amigas fuimos con un taxista a Chichicastenango, un pueblo que queda al norte de la Ciudad de Guatemala. Los encargados estaban reconstruyendo el camino entre las dos ciudades y el resultado fue una vía bastante accidentada, pero el paisaje era hermoso.
Pasamos a varios volcanes y logré fotografiar al Tolimán en la distancia, un cono desdibujado por la bruma de la mañana.
Al lado del camino se veían pulcros y muy bien atendidos cultivos de legumbres que crecían en la negra, y evidentemente fértil tierra volcánica. Los campos eran pequeños en el buen sentido ecológico. También por la carretera había mercados de legumbres y camiones llenándose para llevar estos productos a la Guatemala metropolitana.
En Chichi-caste-nango nuestra primera parada fue en el patio de un hotel con loros vistosos, pero desafortunadamente encadenados a sus perches.
El mercado
Encon-tramos un gigantazo mercado donde se vende todo lo que se puede imaginar; allí había frutas, vegetales, carne, herramientas, flores, cerámicas, máscaras y cajas de madera, joyas, condimentos, plantas medicinales, velas, ropa, zapatos y comida preparada para merendar en pequeños comedores. Entre los compradores vimos turistas, pero sobre todo los clientes son gente local de las diferentes etnías que todavía usa la ropa tradicional en su vida cotidiana. El lugar era tan grande que cada rato nos perdíamos.
La pobreza de muchas de las personas que identifican con las tradiciones mayas es algo que rompe el corazón: hay los niños-vendedores que lloran, y madres con sus dentaduras incompletas y caras rayadas por una vida demasiado dura que cargan sus infantes y suplican que el turista les compre algo. Hay categorías de vendedores y vendedoras: quienes tienen puestos de venta establecidos tienen claramente un nivel de vida superior, pero las mujeres que deambulan con su mercancía abultada sobre la cabeza o la espalda delatan su frágil bienestar.
Vi lo mismo en Chiapas, y repito la misma pregunta: ¿qué les impide a dejar de competir de manera tan evidentemente improductiva y desgarradora y organizar negocios compartidos?
Sin embargo, detrás de la lucha para conseguir clientes, intuí que en el interior de la comunidad estas personas han podido desarrollar una sociedad de confianza mutua. En varias oportunidades vi que vendedoras dejaban sus puestos sin vigilancia. Si hay robos, creo que no ocurren a menudo entre los miembros.
De nuevo las frutas y legumbres eran frecuentemente nuevas para mí, como las grandes vainas verdes de la foto.
La Iglesia
Primera vista de la iglesia
En el centro, diría yo “epicentro” del mercado visitamos una pequeña iglesia construido en un estilo español modificado. Tiene 400 años y su nombre en español es Santo Tomás, pero está construido sobre una plataforma maya. Las escaleras pertenecen al templo original y sacerdotes mayas todavía dirigen rituales allí. Cada una de las 18 escaleras simboliza un mes en el calendario maya.
                                                                  El fuego ritual en la escalinata
Parte del rito ocurre sobre estos peldaños: se vende y ofrece diferentes tipos de flores e incienso, y pudimos ver en el centro de la escalinata un fuego que evidentemente tiene cualidades sagradas. La gente le saca carboncillos para sus cencerros y los mece en la entrada de la edificación. La escalinata es tan importante -o más importante- que la iglesia en sí.
Detalle del fuego
No se podía tomar fotos del interior de la iglesia. Adentro, el techo de madera es plano, sin arco y sin pintura; tiene nichos tradicionales por los lados de las paredes con santos católicos, y por lo menos un Cristo y una Virgen. Pero por la nave central hay un filo de unos cinco altares cuadrados hechos de cemento de aproximadamente 20 centímetros de altura y medio metro por cada lado. Vimos que por encima de éstos los fieles habían esparcido flores e incienso y habían puesto velas aromáticas y los perfumes eran embriagadores.
Todas las cuatro amigas que vistamos el lugar nos conmovimos con la palpable espiritualidad del lugar y una por una todas terminamos ubicando ofrendas de velas y flores. Yo buscaba un lugar que podría tener un significado personal para mí en aquel ambiente tan lejos de mis propias tradiciones, y lo encontré en el altarcito más próximo al retablo principal donde una pareja de ancianos rezaban con especial intensidad acostados en el piso. La fragancia de los pétalos de flores subía con el calor de las velas, y mientras yo derramaba suficiente cera para fijar mi vela les escuché repetir muchas veces la palabra “Chac”. En mi visita anterior al sur de México había aprendido que ella refiere a la diosa de la lluvia y me sentí complacida ofrecer algo a aquella deidad. Sólo después me di cuenta que en Guatemala el término encarna lo oscuro, la noche y la muerte; no obstante todavía juzgué que mi ofrenda era apropiada: en aquel ambiente de tanto fervor, pero también de tanta pobreza, me sentí conforme con ofrendar algo al lado oscuro de la vida.
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