viernes, 20 de mayo de 2011

Disciplina y liberación



Fuente del dibujo


El salvavidas


De adolescente me entrené –y trabajé brevemente- como salvavidas. Aprendí en esta experiencia que una persona que se ahoga puede ser muy peligrosa, y en un estado de pánico intentará aferrarse a cualquier objeto -inclusive su salvador- con tanta fuerza que los dos pueden terminar perdiendo la vida. No hay como comunicar con una víctima aterrorizada para calmarla. Lo mejor es lanzarle un anillo flotante atado a una cuerda para jalarla a la orilla o a un muelle.

Pero si no hay un equipo apropiado hay una posición de natación para manejar esta situación: el salvavidas se le acerca por debajo de la superficie, agarrándole por las piernas y de esta ubicación más segura manteniendo el control, se posiciona detrás de de ella; luego sube a la superficie, y al llegar arriba pasa su brazo derecho por encima del pecho de la víctima en diagonal inmovilizándole el brazo. En efecto es como una camisa de fuerza. En esta posición, usando el brazo y pierna izquierdos, el salvavidas nada hacia la orilla. La víctima intentará liberarse y los dos irán dando vueltos por todo el camino. Uno agarra aire cuando se pueda.

De esta experiencia aprendí que ha casos donde la libertad puede ser fatal.

La profesora


Hace años trabajé como profesora de segundo grado en un colegio de habla ingles en Caracas. Era un lugar tétrico: los profesores querían convertir los alumnos en pequeños robots que sólo hablaban y movían cuando tenían permiso, y toda la educación consistía en la memorización de textos que no entendían. Los castigos incluían obligarlos a arrodillarse contra una pared sobre granos de arroz. Una vez caminé por un pasillo en compañía del director que se hacía llamar “coronel”; por el otro lado venía un muchacho de unos ocho años, al llegar cerca al coronel, este levantó su rodilla abruptamente, pegándole al niño en la barriga. Esto era un chiste en aquel lugar.

Yo no podía trabajar así y relajé mucho y de repente la disciplina en mi aula. El resultado era pandemonio. Al sentir su liberación los muchachos perdían todo control. Había gritos y mucho movimiento. Un día cuando tenían que estudiar el corazón, -supuestamente copiar los dibujos de sus libros- yo traje un verdadero corazón de vaca que compré en el supermercado. En aquellos días no se los vendían como carne, y lo que me entregó el carnicero era un órgano grande y ensangrentado con arterias y otros aspectos accesorios. En el aula les invité a los estudiantes acercarse, tocarlo y luego dibujar el órgano verdadero. Lo corté por la mitad para que pudieran ver las cavidades internas y sus conexiones por dentro y por afuera. Los alumnos entraron en un estadio de delirio. Algunas muchachas reaccionaron con –“¡Qué asco!!” y algunos jóvenes hacían chistes y ensuciaron las manos de sangre. Había mucho movimiento, gritos y tanto escándalo que las demás maestras se acercaron a la puerta para ver qué pasaba.

Aprendí aquel año laboral que a veces hay que relajar –y aumentar- la disciplina lentamente para lograr una liberación realmente eficaz.

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