martes, 12 de abril de 2011

Visita a Táchira, Venezuela



Recién fui a las jornadas de las facultades de humanidades y educación al nivel nacional en San Cristóbal. Nosotros del Instituto de Psicología de la Universidad Central presentamos nuestros trabajos y asistimos a unas mesas en el evento.


San Cristóbal es una mezcla curiosa: Los edificios viejos no tienen más que dos pisos, y aunque la ciudad carece totalmente de planificación urbana da una sensación de calma –excepto cuando uno sube a un vehículo. Los choferes corren como si escapasen de una avalancha. Hay calles que recuerdan a San Francisco, toboganes rectos por donde los carros desparraman desordenadamente hacia el fondo de la ciudad. Las nuevas edificaciones tienen mayor altura y prometan sofocar lo que ahora es agradable.

Una tarde fuimos con una colega a Capacho, un pueblito cercano. Salimos del terminal de autobuses de San Cristóbal acompañadas por la estridente voz de Madona; pasamos por caminos de montañas siguiendo las curvas por las lomas altas que parecen gatos durmiendo bajo el sol, sus espaldas torneadas como panes recién horneadas.

Las casas y las vías son conocidas, son iguales en toda la América Latina de clase media baja, especialmente en el Caribe: casas de un sólo piso pintadas por colores brillantes. La única diferencia tal vez es la limpieza y el orden por estos caminos de Táchira.



Los pueblos siempre comienzan cuando la concentración de las viviendas y la gente aumentan y de repente nos encontramos en la Plaza Bolívar de Capacho. La tranquilidad se respira aquí. El autobús nos dejó en la esquina frente a la iglesia y la sede de la policía.


Por la calle central se ven lindas e imaginativas estatuas doradas. Preguntamos a un hombre dónde habría un lugar sabroso para almorzar, y él nos ofreció llevarnos a un restaurante agradable. En aquel sosiego no sentimos recelos para subir a su carro con su señora e hijas. Así remontamos el empeñado cerro para llegar a lo que evidentemente era un local de encuentro para cuando los vecinos coman fuera de sus casas. Comimos cordero.



Caminamos de regreso a la Plaza Bolívar. Sentimos una habitat viva y no-turística. Nuestra calle descendía pero no tan abruptamente como las vías laterales: aquellas eran verticales y repentinas; bajarlas en tacones sería una aventura riesgosa. En la distancia se veían las montañas al otro lado del valle, y más cercanas las casas en hilera con sus colores vivos.


Llegamos de nuevo a la Plaza Bolívar que estuvo colonizada por jóvenes liceístas en uniforme, los muchachos por un lado y las muchachas por otro. Comían pan y charlaban.





Luego subimos a la iglesia cuyo agradable diseño se escondía tras sus melosos colores de pastel de bodas. Al lado había pequeñas ventas de artesanía.












Al regresar al aeropuerto pasamos por el Río Torbes, un hermoso lecho empedrado ya casi sin agua pero en tiempos de lluvia se vuelve un fuerte torrente. El taxista nos mostró donde el torbellino había tumbado un pesado puente de cemente el año pasado.

De regreso, la compañía de aviación nos había empacado tan densamente que el pobre Cyrano de Bergerac no hubiera cabido entre los asientos. En el puesto al lado mío había un experto de siniestros de aviones y barcos. Me resultó preocupante como este perito hizo la señal de la cruz cuando despegamos.

Al fin, regresamos a Caracas y la vida cotidiana.

Referencia:
Fuente de la foto de Cyrano: http://divagamadrugada.blogspot.com/2010/04/ojala.html
 
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