sábado, 13 de julio de 2013

Crónica de una crisis médica en el Victorino Santaella


 

Esta es la historia del tratamiento médico que recibió “Juan”*, un hombre de 62 años que vive en San Antonio de los Altos y que no tiene un seguro de salud.

 Solicitó ayuda por un agudo dolor abdominal con vómito y diarrea, acudiendo primero a “Caritas”, un servicio de salud asociado con la iglesia; sin exámenes de laboratorio le recetaron calmantes (cuyo costo en la farmacia le quito buena parte de su quincena) y le mandaron a su casa a descansar.

El dolor no cedió y luego el mismo día asistió al Ambulatorio Rosario Milano de la misma municipalidad donde le recetaron más calmantes (con nombres distintos, también con un costo elevado), pero allí además recomendaron que ingresara en el Hospital Victorino Santaella en Los Teques, Estado Miranda. Las mismas enfermeras llamaron desde el Ambulatorio a una ambulancia porque Juan tenía una vía de rehidratación intravenosa en el brazo; dicha ambulancia nunca llegó: el encargado del vehículo alegó por teléfono una supuesta pero inexistente tranca automovilística en la ruta para explicar su demora.
Más tarde, una vecina que ayudó a transportarle a Juan hasta el hospital vio a dicha ambulancia estacionada por la noche detrás del conjunto residencial OPS donde ella también había dejado su carro. Quedó claro que el hombre estaba cómodamente descansando en casa y no quería molestias.
Al llegar por auto particular al servicio de emergencia del Victorino le atendió una doctora que le mandó un examen de orina, pero apuntó que no había envases para colectarla; después de más de una hora finalmente pudo encontrar un vasito apropiado, y la esposa de Juan, "María", cargó la muestra arriba al piso donde se encuentra el laboratorio, pero ¡le dijeron que desde hace meses no había los insumos necesarios para hacer la prueba! La doctora tiene que haber sabido que se había dejado de practicar estas pruebas: ¿por qué tanto embuste?

María bajó con el vasito lleno en la mano y, al reclamar, las enfermeras no encontraron mejor explicación que la quejosa gemida: “No es mi culpa”, una excusa enunciado con una mirada bóvida y vacía de aburrimiento. Mientras tanto una de las enfermeras se concentraba en la tecla de su teléfono celular. Luego tampoco había cómo hacerle un examen de sangre. (¡Estamos hablando del hospital principal de Los Teques!) Todo este tiempo Juan estaba sentado en una silla doblado de dolor porque no había una cama.

Varias horas más tarde encontraron una cama en la sección de emergencia y le administraron calmantes intravenosas para esperar la mañana. El día siguiente era necesario hacerle una tomografía, pero de nuevo los embustes: dijeron que en el Victorino no había cómo realizarla, que faltaba el equipo necesario; la hermana de Juan pasó la mañana buscando en varios lugares de Los Teques para encontrar un sitio con los equipos necesarios, y al hallar uno regresó al hospital a buscar a Juan para llevarlo allí en un taxi. Allí toparon por casualidad con una doctora amiga, una persona conocida de antes, que desmintió la patraña de la otra médica: indicó que  allí mismo existe el equipo necesario, y con gran amabilidad, ya que los problemas de Juan no tenían que ver con su especialidad médica, firmó una orden para que le atendieran en el mismo Victorino.

¿Por qué tanta mentira? ¿Por qué mandarle a hacer exámenes que no había en el hospital, y alegar en otro momento que no había los equipos para hacer otro cuando no era cierto? ¿Era insensibilidad y truculencia, o simplemente un vasto fastidio y hartura con el sufrimiento ajeno?
 
*Se ha cambiado los nombres a petición de los involucrados
 
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